Por
Rafael Narbona
No
conocía a Amós Oz, pero su
muerte me ha producido una enorme tristeza. Cuando hace catorce
años reseñé su libro autobiográfico Una
historia de amor y oscuridad, descubrí que su peripecia personal y la
mía habían soportado heridas similares, afrontando desde muy temprano la
experiencia de la pérdida y el duelo. Pertenecemos a generaciones, tradiciones
y latitudes muy diferentes, pero nos acercan los sentimientos de ira y
orfandad. Amos Oz nació en Jerusalén en 1939, cuando la ciudad aún se hallaba
bajo mandato británico. Hijo de una familia de emigrantes rusos y polacos,
creció en un hogar que soñaba con un Israel fuerte e independiente, donde los
judíos ya no serían un pueblo humillado, acosado y exterminado. La
expectativa del regreso a la Tierra Prometida convivía con la pasión por los
libros. No es extraño que un hijo del pueblo del Libro deseara desde
la niñez ser libro. “No escritor, sino libro”, pues el libro no muere. Puede
renacer en cualquier lugar. Es suficiente que alguien abra sus páginas y su
mirada recorra sus líneas para hacer vivir de nuevo experiencias, confesiones y
secretos. El libro vive eterna y silenciosamente. En cambio, el escritor muere.
De forma natural o violenta. El hombre es mortal. La palabra, no.
La palabra mora en la memoria colectiva, donde los muertos resucitan y vuelven
a hablarnos.
La idea de la muerte es particularmente aguda en un judío, pues su historia
está llena de matanzas y persecuciones. El judío siempre es el
Extranjero, el Otro. Amós Oz comprendió este hecho desde niño, desarrollando
una dolorosa idea de supervivencia ligada al destino de su pueblo. El
individualismo no es un vicio judío. Una comunidad hostigada sólo puede vencer
a sus enemigos cultivando la solidaridad y el sentimiento de pertenencia. El
padre de Amos Oz creía en los libros y en la Tierra Prometida. El escritor
recuerda cómo tocaba, acariciaba, escudriñaba y olía los libros. Cuando sus
escasos ingresos le obligaban a vender algún volumen de su biblioteca privada,
experimentaba una aflicción parecida a la de Abrahán al escalar el Monte Moriah
para inmolar a su hijo Isaac. Yo también crecí entre libros y entiendo ese
pesar.
Amós Oz concibe su escritura como una segunda piel. Aunque fabule
historias estrictamente ficticias, considera que todos sus libros son
autobiográficos. En cada palabra, hay un fragmento de su niñez, un eco
de su juventud, un logro -o un fracaso- de su madurez. Amós Oz nació de Amos
Klausner. Klausner creció en el kibutz Hulda, cursó literatura y filosofía en
la Universidad Hebrea de Jerusalén, empezó a publicar relatos cortos a
principios de los sesenta, amplió sus estudios en la Universidad de Oxford,
participó en la Guerra de los Seis Días y en la Guerra del Yom Kipur, creó el
movimiento pacifista Shalom Ajshav (Paz Ahora) y se manifestó a favor de la
creación de un Estado Palestino capaz de coexistir pacíficamente con el Estado
de Israel. Klausner se convirtió en Oz en el kibutz, huyendo de la peor
tragedia de su vida: el suicidio de su madre. Las últimas páginas de Una
historia de amor y oscuridad son particularmente hermosas y
estremecedoras. Hermosas porque exploran el afecto de un hijo hacia una madre
que prepara su despedida del mundo. Estremecedoras porque narran el
desmoronamiento de una mente en el pozo de la depresión. Con treinta y ocho
años, la madre de Oz manifestaba constantes cambios de humor, pasando de la
euforia a la tristeza. No es improbable que sufriera los estragos del trastorno
bipolar. La experiencia del exilio y la guerra acentuó su vulnerabilidad,
despertando emociones que de otra manera habrían permanecido latentes e
inadvertidas.
Amós Oz nos hiela el corazón al relatar el vacío que se adueñó del
pequeño apartamento donde vivían tras el suicidio de su madre. Conozco
esa sensación terrible, pues yo también he vivido el suicidio de un ser querido
y la desolación que invade su entorno. El suicidio no es una muerte más, sino
un fracaso de todos. Nadie se quita la vida libre y deliberadamente. Nadie
escoge morir. El sufrimiento y la impotencia usurpan la voluntad del suicida,
empujándole hasta un callejón sin salida. Oz nos relata los últimos días de su
madre con una mezcla de delicadeza y desgarro. Sus paseos bajo la lluvia,
permitiendo que el agua corriera por el rostro y el pelo. Su cuerpo aterido
cuando volvía a casa. Sus horas de inactividad en la mesa de la diminuta
cocina, con la cabeza apoyada en las manos. Los tirones de pelo y los arañazos
con los que se lastimaba. Su desinterés por la comida y la lectura. Su profunda
apatía, destruyendo minuciosa e implacablemente sus lazos afectivos. Sus
insomnios, que le impedían disfrutar de una tregua en su desesperación
creciente. Incapaz de aguantar tanto dolor, la madre de Oz se tomó decenas de
pastillas a las ocho o nueve de la mañana de un sábado. El escritor lamenta no
haber estado a su lado para abrazarse a sus rodillas, implorándole que no le
dejara solo, que no se marchara de ese modo, condenándole a convivir con su
ausencia. Oz reconoce que sintió compasión, pero también ira y rencor.
Una historia de amor y oscuridad finaliza con un lamento desgarrador:
“… entre las ramas del ficus del jardín del hospital el pájaro Elisa la llamó
sorprendido y la llamó de nuevo y la llamó en vano y pese a todo lo intentó una
y otra vez y aún sigue intentándolo a veces”. Todos los libros de Oz nacen de esa
llamada, que puede calificarse de plegaria sin respuesta. En Mi querido
hijo Mijael y en El mismo mar, Oz habla de las relaciones entre
padres e hijos. Se trata de dos obras cargadas de melancolía. Oz
reconoce que su fórmula literaria consiste en “un veinte por ciento de
sarcasmo, un veinte por ciento de dolor y un sesenta de rigor clínico”.
Sin embargo, eso no es todo. En su literatura, hay ternura, esperanza, pasión
por el hombre. Amós Oz salió de la densa oscuridad que extiende un suicidio,
aferrándose a la palabra, al libro, a la tradición judía de objetivar la
experiencia en relatos que proporcionan luz a las generaciones venideras. Somos
muchos los que hemos recobrado la ilusión y la alegría por el mismo camino, si
bien sólo unos pocos llegan a la plenitud creativa de Amós Oz. Su desaparición
nos duele, pero sus palabras nos curan, recordándonos que el hombre siempre
puede reinventarse a sí mismo, derrotando a sus demonios interiores.